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Me fascinó Tailandia

Mis expectativas eran bajas. De los países del sudeste era el que menos me atraía, en cierta medida porque lo asociaba con un destino de moda explotado de turistas. Sentía que no me iba a sorprender, que sus famosas islas eran un cliché y que enseguida iba a saturarme, pero no fue así. Volvimos tres veces a Tailandia en los últimos seis meses y cada vez me demostró que prejuzgué de más.

La fui descubriendo de a poco. Primero me perdí en las islas del sur sobre el mar de Andamán: Koh Lanta y Koh Phi Phi. Ahí me encontré con un mar verde intenso navegado por los barcos cola larga, únicos por tener un motor de automóvil externo con una hélice larga que se proyecta sobre el mar, pintorescos con su casco de madera y las cintas de colores fosforescentes adornando la proa. Me enamoré de las callecitas peatonales de Ko Phi Phi, de la vibra veraniega de la gente, las fiestas flúor en la playa, los atardeceres y la arena blanca. Me impactaron las playas de Koh Tao, sobre el Golfo de Tailandia y disfruté de perderme con mi máscara de snorkel mientras perseguía peces de diferentes tamaños y colores y analizaba las rarezas de los corales.

Entendí la reputación de la gastronomía tailandesa cuando probé el Pad Thai, salteado de fideo de arroz, con verduras, maní, pollo, cerdo o bife a elección o cuando tomé sopas a base de leche de coco, jengibre e innumerables especias. Me volví loca en los puestos callejeros comprando panqueques de banana con Nutella y tomando jugo natural de mango, papaya o ananá.

Aprendí más sobre el budismo, visitando múltiples templos y observando estatuas de Buda imponentes, como el Buda Reclinando de 46 metros en Bangkok. Fotografié bastante el Templo Blanco de Chiang Rai, al norte de Tailandia, por su magnífica arquitectura, pero principalmente por ser diferente a todos los otros. Entendí que es un país donde el 95% de la población es budista.

Los contrastes marcaron mi recorrido. La informalidad de las islas, la tranquilidad entre las montañas del norte y la opulencia de Bangkok. Una capital intensa, con un tránsito caótico y un Sky Train primer mundista. Con un calor y humedad abrumante donde el mejor refugio son los incontables y descomunales shoppings, conectados entre sí por puentes. Un local de Rolex al lado de tiendas callejeras, un supermercado Big C al lado de las ferias de frutas y verduras. La ciudad a orillas del río y un mundo flotante en ese río, comunidades, mercados y productos artesanales.

El encanto de Pai, un pueblo hippie chic al norte de Tailandia. La calidez y amabilidad de la gente, su mercado nocturno con food trucks, los bares con música en vivo, las clases de yoga, circo y meditación. Los turistas vestidos imitando la década del 60. El pueblo rodeado de montañas y atravesado por un río, los tomates y las paltas de la señora de la vereda. Las caminatas por las afueras, observando a los locales trabajar en las terrazas de arroz. Cataratas, cuevas y más bellezas naturales.

Después de seis meses por el sudeste asiático, valoré que sea un país con facilidades para el turista, agradecí que los tailandeses te resuelvan la vida con sus paquetes turísticos de transporte, donde te llevan de una punta del país al otro, sin tener uno que ocuparse de todas las combinaciones de lancha, micro y tren. Valoré sus esfuerzos por hacerse entender y generar conversaciones y entendí que es un país visitado por millones de turistas porque son muchos los que lo encuentran fascinante.

Nosotros

Somos Tamar y Lucas, una pareja argentina que vivió los últimos 3 años en Sídney, Australia. Durante ese tiempo, además de trabajar, recorrer y disfrutar de un gran país, empezamos a idear un proyecto: dar la vuelta al mundo.
Hoy finalmente, lo estamos concretando.

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